Como definición, me atrevería a aventurar que las llamadas “tribus” son grupos sociales muy obedientes a los mensajes simbólicos de los medios de comunicación y sus reducciones de la realidad. Tanto, que la mayoría de las veces encuentran su legitimación precisamente cuando a los dueños de los medios y el mercado global les parece relevante o redituable.
Son representaciones de una idea de lo moderno. O sea, modas que la sociología ha contribuido a definir estética y culturalmente como emanadas de una pulsión primitiva de agruparse
*5 “Se ha establecido una ecuación que conecta lo primitivo con lo infantil”
Son también modelos estáticos de comportamiento, que supuestamente surgen en cierta etapa juvenil. Esto no deja de ser cierto, pues desde que surgió el mercado juvenil en los años ’50, éste ha ido creando, desarrollando y subdividiendo áreas cada vez más especificas y segmentadas de consumo, muy convenientes para un mercado que progresivamente se despliega ávido de consumidores, aunque esto se disfrace como una pretensión contracultural o incluso antisistémica.
Volviendo a mi relato inicial, diré que en el sentido más general, mi mundo de referencias era amplio, así que de alguna manera yo estaba destinado a ser un niño “culto”. Pero los hechos eran más que referencias culturales decodificables desde el punto de vista racional. A la vez, la música era para mi un hecho físico, irracional, motivador.
Vivíamos un momento histórico, en que muchos músicos jóvenes comenzaban a apropiarse del denominado “rock” que llegaba desde los países anglos. Eran contenidos contraculturales o antisistémicos, transmitidos por los medios de comunicación y la industria de la música juvenil, con su lógica comercial. En ellos se cuestionaba al mercado e incluso las estrellas de la música pop-rock caían auto victimizadas por las contradicciones aparentemente insoslayables del sistema.
Sin embargo, el rock era también el correlato de un momento de fuertes cambios planetarios, que habían comenzado en los ‘60 y se extendían hasta principios de los ’70. Muchos entendían al rock como parte de un movimiento más amplio, que planteaba el
*5 Geremy Gilbert y Ewan Pearson describen en “Cultura y políticas de la música dance”
recambio de las estructuras culturales, y otros incluso lo entendieron como una visión de mundo una actitud en sí mismo.
Lo que había comenzado como un baile, al cabo de un tiempo era un movimiento
“Lo que era simplemente un ritmo rápido al cabo de 8 o 10 años ya era una actitud de vida, una visión… eso era lo curioso…. no sucede con todas las música” *5
Yo recibía la carga dionisíaca del rock, que consumíamos como música, pues si bien contenía letras, éstas eran irrelevantes para nosotros a la hora de escucharlas o bailarlas. La gran mayoría no entendíamos nada de lo que esas letras decían o transportaban, pero experimentábamos la intensidad y el contrabando hedonista de las voces rockeras como parte de la instrumentación.
En auditores y músicas se desplegaba la ruptura de las coreografías, el desapego de los formatos mas estandarizados de la canción, la irrupción de un nuevo campo de sensaciones dado por guitarras eléctricas y sonoridades experimentales hasta entonces desconocidas. Contribuyó a ello -por supuesto- la contra propaganda conservadora que el mismo mercado descubrió como un gancho de ventas y que más tarde serviría como mensaje de seducción para validar a las tribus urbanas desde la lógica del consumo.
El movimiento jipi también fue un acicate para que muchos jóvenes sintieran pertenencia al rock, el que primero fue recibido como una rebelión de los cuerpos y luego se entendió como un movimiento asociado a un conjunto de ideas que criticaba abiertamente al sistema capitalista burgués. Por supuesto, en oposición las creencias que lo sostenían, incluidas las relaciones económicas, la familia, la sexualidad y los dogmas religiosos.
Este nuevo movimiento develó la crisis de una sociedad occidental encarnada por esta juventud descarriada. Fue un espacio de identificación para los jóvenes, que en el mundo y por cierto en Latinoamérica representaron una identidad transnacional y colectiva, que se alimentó a su vez con nuevos híbridos locales. El rock como categoría, movimiento o género, otorgó la posibilidad de construir repertorios amplísimos y estilísticamente diversos.
Chile, entonces, comenzó a tener “su propio rock”, que como proceso se conectó con la Nueva Canción. Correlato musical que a su vez se emparentó con los deseos de cambio social del gobierno de Allende. La Nueva Canción, a su vez, se nutrió de un grupo de músicas populares o de raíz folclórica que reconoció como identitarias de nuestro país y de Latinoamérica .
Por supuesto, en este periodo no existía una homogeneidad total. Tampoco en el cuerpo ideológico crítico que definía al rock o a la Nueva Canción. Así, los que se podrían definir como pertenecientes a este último movimiento musical también gustaron del rock y aunque muchos no lo reconocieran, lo experimentaron como liberador a la hora de bailarlo.
Desde los discursos de la chilenidad, tanto izquierdistas como derechistas, la vivencia del rock en Chile parecía bastarda y extranjerizante. Sin embargo, desde el punto de vista de la celebración hedonista era una experiencia absolutamente transversal, válida e irreductible en el discurso. Este flujo energético atravesó tanto a los marxistas como a los jóvenes que no lo eran, simplemente por el hecho de que la música penetraba corporalmente a todos, sin reconocer barreras racionales.
*6 Luis Advis: para la memoria de la música año 2001
El éxito de Los Jaivas durante esos años marcó un momento especial. Era un rock chileno que juntaba celebración hedonista y discurso critico-social, expresado a su vez en la cultura de la solidaridad universal emanada de los relatos contraculturales. De hecho, “Todos Juntos” logró un efecto masivo nunca antes visto con una banda de rock chileno.
Este espacio energético transversal -que Geremy Gilbert y Ewan Pearson describen en “Cultura y políticas de la música dance” “como un “mero” escapismo” – no es ajeno a lo que personalmente viví o experimenté en el periodo 1970 – 1973, años de reinado del rock en chile. En este sentido y como veremos mas adelante, creo en la doble posibilidad del baile y la música: como un gesto funcional, aglutinador, liberador y una actividad que se valida mas allá de una, función o sea descarga pura. Sin embargo no me deja de provocar ruido la palabra “escapismo”, puesto que la condición de escapar, en tanto necesidad constituye función.
Volviendo a los hechos de mi relato, nos daremos cuenta que muestran la inexistencia de grupos cerrados o estáticos y de historias que describan protagonistas paradigmáticos sujetos a estéticas absolutas o sin cruces. No son historias sin alteridades ni contradicciones.
El rock en esos años fue una experiencia semioclástica, una tendencia que se abría a la ruptura de sus propios códigos formales, a la experimentación, a la ampliación de los límites sonoros y a la inclusión de culturas más diversas.
Luego del golpe de Estado de 1973, los que éramos niños en esa época seguimos escuchando rock en inglés: Led Zeppelín, Grand Funk, entre otros. Pero en paralelo, el rock en castellano prácticamente desapareció, lo mismo que toda referencia a la Nueva Canción, que desde el mismo 11 de septiembre fue censurada y sus cultores empezaron a partir al exilio masivamente. Se prohibió la venta y audición de sus canciones, mientras que en los sellos se destruyeron masters y discografía.
Recuerdo claramente que en mi casa se quemaron libros y discos. Muy especialmente recuerdo el vinilo de la “Cantata de Santa María de Iquique” consumido entre las llamas. Ya no se podía escuchar a Violeta Parra y Los Jaivas quedaron guardados como un buen recuerdo culpable en algún estante. Nada que hiciera referencia la primavera cultural que había vivido nuestro país quedó visible. No quedó nada. Pero toda esa experiencia quedó sembrada en mi cabeza, en mi alma, en mi corazón.
El grupo de teatro también desapareció y del niño que iba solo a las concentraciones sólo quedó un preadolescente que comenzó a crecer entre el miedo, el silencio y las advertencias en sordina.
Pero en esos oscuros años siempre sucedía algo que nos recordaba que allá afuera había algo más que lo que mostraba la televisión como propaganda de la dictadura. En 1974 llegó a mi casa la hija de Raúl Gardy, compañera nuestra en la escuela de teatro y amiga de mi hermana por una cuestión de edad. Por seguridad llegó a pasar una temporada con nosotros, ya que su familia estaba siendo perseguida por la dictadura. Ella salía a veces a encontrase con su gente y en una de esas ocasiones regresó con un vinilo que circulaba en el mercado, aunque era muy poco publicitado. El grupo se llamaba “Congreso” y el disco, “Terra Incógnita”. Esta banda se parecía en muchos aspectos a “Los Jaivas”.
Ese disco se escuchó en mi casa como una joya, porque era un especie de vestigio de este perdido rock chileno. En sus letras se leían los mensajes entre líneas. “Y vuelta y vuelta”, “Dónde estarás”… Así pasaron los años y entre 1975 y 1977 conocimos el rock argentino a través de vinilos que algún compañero de curso recibía desde el otro lado de Los Andes: “Sui Generis”, “Pastoral”, “León Gieco”.
En esos años también intentamos reconstruir al grupo de teatro. Buscábamos salas conseguidas no sé cómo por la directora del grupo, Ruth Baltra. Montábamos obras para niños como “El país de las abejas”, cuyas canciones estaban a cargo de Nano Acevedo, a quien conocí junto a Capri –su pareja- trabajando en esta música.
Por supuesto, para ellos yo era un niño más y como no ocupaba el rol protagónico, no tuve que aprenderme ninguna canción completa y sólo cantaba coros. Más bien los doblábamos, ya que todo quedó grabado. Yo no sabía que ese señor era uno de los protagonistas de la reactivación de la escena musical ligada a la resistencia, ni que él mismo me había impresionado antes del ‘73, cantando en el edificio de la UNCTAD una canción dedicada a Ángela Davis en formato de soul y con guitarras acústicas.
Entre toque de queda, persecuciones y la instalación definitiva de Pinochet en el poder llegamos a 1978. Con él llegó la onda disco y comenzamos a bailar el nuevo ritmo que nos traían los gringos. Lo hacíamos sin prejuicios y sin pudor, en fiestas colegiales y graduaciones. Para ese entonces me transformé en un bailarín ocasional del nuevo estilo. También era un aprendiz de cantor, que asimilaba lo que se podía cantar: Violeta Parra, Víctor Jara, algo de rock argentino y una canción de un grupo llamado “Los Blops” que empezaba a sonar en la radio.
Extrañamente, “Los momentos” había sido escrita antes del golpe, pero había circulado de boca en boca y ahora reaparecía en el dial con una voz que cobraba mucho sentido en esos momentos de la historia.
“Tu silueta va caminando /con el alma triste y dormida
Ya la aurora no es nada nuevo / pa’ tus ojos grandes y pa’ tu frente”.
Compartíamos nuestra experiencia estética entre guitarras acústicas y sonidos de moda.
Cuando llegó la onda disco la bailábamos transversalmente. O al menos yo lo percibía así.
Por una parte estaba agresiva irrupción de la música de mercado, que la censura de la dictadura vigilaba convenientemente. Por otro, y en un proceso distinto y silencioso, se revivía la memoria en una nueva síntesis musical, a la que se le llamó Canto Nuevo.
Sin embargo, la gente sabía y sentía -sin siquiera planteárselo intelectualmente- que la onda disco también era descarga, divertimento, válvula de escape. Para algunos, el hecho de que viniera de los gringos era cuestionable, pero se bailaba igual.
La danza apelaba a la necesidad básica de descarga, de evasión, que a mi juicio trasciende el momento histórico y puede ser vista desde dos puntos de vista igualmente validos:
Por un lado, la circulación de la energía vital libidinal de las fisiologías atávicamente neuróticas, especialmente en sociedades atravesadas por las contradicciones de una construcción social poco amable, victimas -como diría Marcuse en “Eros y civilización” de la “represión excedente” o la “plaga emocional”, como lo plantea Wilhelm Reich en “La función del orgasmo” Lecturas que se pueden calificar de funcionalistas, pero a mi juicio validas, en tanto reconozcamos que la arquitectura social al menos parece poco sana.
Por otra parte debemos convenir que la música y la danza asociada a esta constituyen un lenguaje, una forma de comunicar; de nosotros con otros y de nosotros con nosotros mismos. Su existencia por tanto, no solo se justifica por su función social, sino por ser un elemento constitutivo y primordial de la humanidad en cualquier estadio cultural y situación histórica.